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miércoles, 5 de octubre de 2011

Dos soledades que se reconocen

“Sobre sus cabezas flotaba una gran burbuja llena de cosas que tendrían que decirse y los dos miraban al suelo para no verla”,  así ponía en la página ciento sesenta y dos. Siempre me decía que las cosas cambian, que siempre cambian, yo lo  creía así simplemente porque él lo decía.  El tiempo crece, como crece nuestra ausencia.  Él lo siente, se que siente al igual que yo, como estamos unidos por un hilo invisible, oculto entre mil cosas de poca importancia, que solo podría existir entre dos personas como nosotros: dos soledades que se reconocen.
 Recuerdo cuando recibí la noticia, aquella que me hundió como dedo en la arena, caminado por la calle, un día de verano soleado, casi podía cerrando los ojos, escuchar el sonido de las olas aunque estaban a veinte minutos de mi. Recuerdo sin saber el por qué, que estaba feliz de estar caminado por ahí en ese momento, mis pies parecían moverse solos, ellos también estaban felices. Y  entonces fue cuando encendí mi teléfono, y lo vi, vi como una nube gris empezó a tapar ese día soleado de julio, noté como las lágrimas que caían de mis ojos empezaron a mezclarse con la lluvia. Inesperadamente el camino hacia mi casa se hizo eterno, no logré comprender como llegué hasta esa situación, la misma de ahora, la situación de no saber nada de ti, en efecto, ya no sé nada de él. Ya no sé porque lo hace, eso de apartarse para no estar con nadie, ya ni sé qué tal le va con ella, ni que piensa de mi, ya no sé como recordar aquellos instantes de felicidad que nos unían.

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